Un adolescente imberbe, rata de biblioteca, pero, en
principio, con pocas complicaciones y un alma fantasiosa, tiene varias formas
de despertar y no todas están en las peleas en el colegio o el instituto, en la
presión de los estudios, en lo que se cocina en casa o en su escaso contacto
con el universo femenino. Porque la vida la vive también como una novela. Así
que no estaba preparado para lo que me pasó cuando leí por primera vez Dorian
Gray. Conozco a quién perdió la fe con esta novela. La mía se tambaleó hasta
los cimientos. Entonces sentía por qué pero no era capaz de explicármelo a mí mismo. Ahora sé que no estaba preparado para el inmenso escepticismo que
desprenden sus diálogos metafísicos ni para su desasosegadora ambigüedad moral
y que fueron estas cosas y no la trama o el cuidadoso descenso al infierno del
protagonista los que me dejaron en estado de desecho. Naturalmente, cuando la vida se ha
manifestado con toda su plenitud, uno está vacunado contra el libro, por eso
cuando lo volvía a leer, todo quedó en el goce de su espléndida literatura. Al
fin y al cabo como él mismo Wilde dice: «Escribí cuando no conocía la vida.
Ahora que entiendo su significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede
escribirse; sólo puede vivirse.»