domingo, 31 de mayo de 2020

CANÍBALES Y REYES




Empezaba a no ser joven cuando dos obras leídas casi simultáneamente vinieron a cambiar mi concepción del mundo (exterior). Una de ellas es esta. En ella asistimos al fascinante nacimiento del estado, la mayor obra —hablo de tamaño— del ser humano, ese gigantesco monstruo que no hemos aprendido a manejar y que parece que se nos va cada vez más de las manos. Antropólogo y divulgador, Marvin Harris tiene el encanto de los ensayistas anglosajones, que te enseñan sus teorías como si te contasen un cuento. Y no sé si el libro es un cuento, pero este, como todos los suyos, tiene una lógica aplastante que te arrastra. Hoy no estaría de acuerdo con él en muchas cosas, pero sus explicaciones son sorprendentes y sencillas, y sobre todo, perturbadoras.

miércoles, 27 de mayo de 2020

La aventura equinoccial de Lope de Aguirre


Otro despertar, este no tan metafísico. Naturalmente, no a la realidad o a la vida. Porque la vida para un joven como el que fui yo no tiene nada que ver con una expedición por el Amazonas buscando el Dorado, que acaba como el rosario de la aurora. Lo malo (o lo bueno) de las iluminaciones en la juventud es que no son «esto es lo que estaba esperando» sino que son caídas del caballo dolorosas a lo San Pablo. Un «esto no me lo esperaba». Lo que no me esperaba era la condición humana. Y sobre todo, el miedo, las dos direcciones del miedo. Cuando está del lado de la autoridad y la osadía, no conoce freno y maneja las situaciones a su antojo. Y cuando está del otro lado, no sabe, no puede parar el abuso. Sí, ya sé que, aunque basada en hechos reales, es una novela. Pero también aprendí leyendo este libro que aunque las cosas no hubieran sido así, basta con que podrían haberlo sido.

martes, 26 de mayo de 2020

ILÍADA





No sé a quién ni dónde leí que La Ilíada nos gustaba (todavía, supongo) porque había algo en las sociedades complejas y actuales que nos atraía de la épica. Más completamente, que las literaturas interesan en el tiempo en el que son creadas y cuando desaparecen todas las implicaciones sociológicas de su tiempo, dejan de interesar. Pero en la Ilíada había un no sé qué (¿cierta nostalgia de lo heroico en una sociedad burocrática?) que hacía que a algunos, a unos pocos, no nos engañemos, nos apasionara.

Belicista, mera sucesión de batallas y de duelos sin cuento…, y la consabida comparación desventajosa con la Odisea, mucho más divertida, variada, amable y menos violenta. Yo tengo la sospecha de que todos los que dicen eso de La Ilíada la han leído por obligación. Les han dicho que es un poema épico griego en el que el protagonista es Aquiles y luchan contra los troyanos. No han cuestionado estos principios y se han sumergido en sus páginas como en un mar (¿diremos piélago?) de aburrimiento, corregido y aumentado al llegar al catálogo de las naves. 

Pero yo creo que la literatura que incumbe al hombre vale para todos los tiempos del hombre y para todas las sociedades. Y cualquiera que haya leído sin prejuicios la Ilíada sabe que el protagonista, el bueno, no es Aquiles, sino Héctor, que es un arquetipo imperecedero: un hombre que defiende a su familia, a su casa, y asume la responsabilidad de defender a su pueblo de un ejército superior que viene a arrasarlo todo. Una invasión de la que solo es causante su hermano, pero que no puede enmendar. Héctor es un héroe pero tiene miedo. Su verdadera dimensión como hombre la alcanza en la delicada escena en la que se despide de Andrómaca y su hijo pequeño, una escena que no esperamos que vaya a suceder en La Ilíada, pero que sucede. Y además, la altura dramática, en la que cada hombre es víctima de su propio destino, y la altura poética de La Ilíada raras veces han sido alcanzadas después en la literatura occidental. Algo insólito, teniendo en cuenta que es su primera obra.



lunes, 25 de mayo de 2020

JUAN DE ARGUIJO. OBRA POÉTICA



«Rodrigo, la hermosura de las ruinas que me cantas no está en el siempre odioso recuerdo de un imperio, sino en el gozo de ver reflorecido, sobre el cadáver de la bestia misma, el amarillo jaramago». Este mensaje, un tanto ecologista, daba Sánchez Ferlosio en nombre de Fabio a Rodrigo Caro, el sevillano que compuso la famosa Canción a las ruinas de Itálica. Se quejaba con cierta de razón de que los poemas de ruinas cantan, invariablemente, una gloria pasada. Una crítica a la monotonía de este tipo de poesías, menos comprometida, podemos encontrar en los comentarios de este libro, dónde se dice, también de la obra cumbre del género, la de Rodrigo Caro: «todo pasa como se esperaba». Pobre Rodrigo. Quiero suponer que Sánchez Ferlosio, que les tenía un poco de tirria a los poetas, no había leído el excelente soneto de don Juan de Arguijo que cierra este comentario.
        Caballero veinticuatro, mecenas de poetas y artistas y anfitrión en su casa de la calle Laraña de una Academia literaria en la que leía sus cuentos, dos cosas nos separan  hoy de la poesía de Juan de Arguijo: una, su tendencia a trastocar de cierta manera manierista el orden de las palabras, es decir, al hipérbato, (quizá menos complejo que el de Góngora y sus seguidores pero al que estamos más acostumbrados);  y la otra, su afición a los temas mitológicos y a los personajes de la Antigüedad. Nos lo acercan –al menos a mí—su perfección técnica y sus magistrales sonetos. Poeta quizá frío, sus preocupaciones éticas y personales lo hacen más humano. El soneto prometido:

Ésta a la rubia Ceres consagrada
parte fecunda de la madre tierra,
que el sustento común al orbe encierra
de tanta espiga en la preñez dorada,


fue ciudad al comercio dedicada,
que la quietud y la verdad destierra;
duro después teatro de la guerra,
que toda en sangre la dejó bañada.

Del primitivo asunto restaurado
gracias rinde en el fruto repetido
al circular precepto de los meses;

también, siéndole el tiempo agradecido,
no más yerro la hiera que el arado,
no más peso la oprima que sus mieses

domingo, 24 de mayo de 2020

LA REALIDAD Y EL DESEO


       Solo después de haber manoseado, subrayado, exprimido y descuajaringado la antología de Alianza Editorial, pude reunir 1.300 pesetas y dirigirme a la pequeña librería El Toro Suelto, que estaba en el Pasaje de los Azahares, y adquirir la edición del Fondo de Cultura Económica. Mi primer libro de lector serio. Si iba a ser poeta, no bastaba con aprenderse el poema Lázaro de memoria y recitárselo al primero que pillase desprevenido o en la clase de Literatura del instituto. Tenía que tener esa edición. Había, desde luego, otros poetas, pero ninguno manejaba el verso libre con ese sentido del ritmo, ni te hablaba al oído de lo que tú querías que te hablaran, ni reflexionaba en voz queda de cosas esenciales, íntimas, pero con una sucesión de palabras definitiva y exacta «mientras la golondrina con grito enajenado va por el aire vasto». No, no donde habite el olvido, sino el recuerdo de algún día de aquella adolescencia. Un recuerdo más cierto, más palpable, dónde quiera que estén esos días; «Oír de nuevo en el silencio, vivo de trinos y de hojas, el susurro tibio del aire donde las almas viejas flotan.».