Qué
lentamente se derrama el día
por entre
los pinares,
cómo la
claridad gana despacio
todo el
arco del cielo,
cómo,
morosamente, crece la luz y toca
una a una
las copas de los árboles,
desciende
la colina,
ilumina
las casas y perfila y dibuja
la línea
de la playa en la orilla
cuando en
la calle irrumpe
el
murmullo, el ruido, el estruendo del día,
mientras
contemplas desde la terraza
los
hombres que acarrean su prisa cotidiana,
el alto mediodía
que trae su transparencia,
(pues ya
la aurora se murió a tu espalda)
blanquea
los frescos muros,
lo
manifiesta todo, los verdes de las hojas,
de la
hierba, que arden, los azules,
la
inmensidad del agua y su blanco costado:
la mueca
casi risa del mar;
por más
que ya la tarde
—los niños
se refugian
bajo los soportales—
urda
nuevas penumbras, como en la casa aquella
cuyas
ruinas aún proclaman su gloria
(el pasado
no existe, son restos,
así como
el futuro son atisbos),
porque el
sol ya desciende la colina,
tiñe de
verde el agua y de plata las olas,
incendia
el horizonte con un poniente rosa,
y por fin
lo contemplas
deshacerse
en el mar. Mira, Fernando,
qué
lentamente se derrumba el día,
detrás de
las colinas: mira, mira hacia atrás
erguido en
la terraza, antes que el sol se ahogue,
como tu
silueta se prolonga, difusa
¿de qué
tamaño es ahora la estatura de la sombra?
No levanta
ni un dedo del suelo.
Igual que
de mañana, nada le hizo el camino
que termina
en la noche.
Mientras
se fue, qué largo se hizo el día,
qué
deprisa parece que pasó
cuando se
ha ido.
Así todos
nosotros cuando llega el otoño:
en el
desasosiego de las horas que huyen,
olvidamos
aquellas que parecían eternas
o las que
por pereza derrochábamos.
El tiempo
es minucioso,
nosotros
sólo somos imprecisos recuerdos.
Mientras la vida asciende,
la muerte
es una opción,
pero
cuando las sombras inundan el jardín,
es parte
inseparable de tu vida.
Así que
ahora que el día se hunde en el océano,
ahora que
por fin sabes que te vas a morir,
no
lamentes aquello que no hiciste,
—ya sé que
es imposible, ya sé que yo también
voy atado
por la angustia y el vértigo,
ya sé que
estas palabras las digo para mí —
acaba la
tarea que te has impuesto
o espera
en la terraza
y
contempla la luna cómo tiembla en el agua.
El tiempo
es generoso.
Nosotros
sólo somos la memoria y el fuego.
José Manuel Benot