viernes, 10 de abril de 2020

Una aproximación a la Clemencia




Dinamismo. He aquí una palabra que rápidamente asociamos con el Barroco. Se habla de un barroco dinámico y al decirlo se nos vienen a la cabeza los contrastes de la música de Bach, la atrevida inconstancia espacial de alguna arquitectura dieciochesca, el Cachorro, Bernini o los cuadros más torrenciales de Pedro Pablo Rubens, pero desde luego no Montañés y mucho menos su Cristo de la Clemencia. Porque comparándola con esas obras, la impresión que ofrece es de reposo. Impresión que se ve favorecida, según Bernales Ballesteros, por el hecho de tener cuatro clavos en lugar de tres. Pero es una impresión fugaz, de a primera vista, porque el Cristo de la Clemencia no está en reposo. Diríamos que dialoga, que fluye… Si dinamismo es una propuesta exagerada y reposo es inexacto, la palabra que buscamos para definir al Cristo es equilibrio.

Cuando se habla de Montañés, se habla de equilibrio; pero sobre todo, siempre que se habla del Cristo de la Clemencia se habla del famoso contrato con el promotor, Vázquez de Leca, en el que este pedía que «El dicho Cristo crucificado ha de estar vivo antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre el lado derecho, mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de Él, como que está el mismo Cristo hablándole y como quejándose de que aquello que padece es por el que está orando, y así ha de tener los ojos y rostro con alguna severidad y los ojos del todo abiertos». Y de como con él llevó a cabo los ideales artísticos de la Contrarreforma. Enseñar y conmover. O, como dice textualmente el concilio de Trento, «para que se exciten a adorar, y amar a Dios, y practicar la piedad». Esa es la función de las imágenes sagradas.

Y es así. Si nos dejamos llevar por la lectura del contrato y contemplamos el Cristo desde esta perspectiva, es decir, desde el hombre que reza a sus pies, parece que hallamos allí lo que el contrato querría que halláramos. Pero, como dice Manuel Jesús Roldán en su reciente artículo con motivo de la estancia del crucificado en el Museo de Bellas Artes, no solo hay que mirar, también hay que ver. Y como yo andaba por el museo y siento un gran respeto por Roldán, me puse a mirar y a intentar ver. La ventaja de la imagen allí expuesta era que uno la podía contemplar desde cierta distancia, pero también en la ubicación para la que la concibió el encargante, es decir, situado bajo la dirección de su mirada. Y moviéndome de aquí para allá creí descubrir cierta discrepancia entre lo que dice la talla, lo que se dice de la talla y lo que tendría que decir. Pero no era yo el único que lo había descubierto, porque me puse a revisar los escritos de los que se han ocupado de la imagen con mayor profundidad crítica y encontré que algunos hallaban cierta discrepancia entre el objeto del contrato por un lado y por otro, la hechura y la concepción de la obra.

Vayamos primero a Camón Aznar, que es el que niega más explícitamente la correspondencia absoluta entre los términos del contrato y su ejecución: «Como tantas otras veces, el artista sólo en parte es fiel al encargo de Vázquez de Leca. Mira, sí, a quien le adora, pero ni se queja de “aquello que padece”, ni hay en su rostro la severidad que previene el documento». Al considerar este comentario, Domingo Sánchez Mesa-Martín se muestra conforme con él: «Ciertamente, creo que es más barroco el texto del contrato que la propia obra realizada, porque, aunque mira a quien le adora, no se queja dolorosamente de aquello que padece.»

José Hernández Díaz se ocupa muchas veces de Montañés y de este crucificado. En algunos lugares se muestra partidario de la coherencia entre contrato y obra. Pero en otros, siente una pequeña disidencia: « pero Montañés sabía que representaba al Verbo Encarnado y entonces teologiza, dogmatiza, se aparta del aparato cruento que la historia refiere y nos ofrece un símbolo, su concepto del Redentor en la Cruz, y esto es lo que prevalece en la figura».



Volvamos a la imagen. Cuando lo vemos al entrar en la sala, el Señor está limpio, impoluto. Naturalmente, no tiene la lanzada porque está vivo, pero tampoco la contusión en la rodilla que exhibe el Cristo de los Desamparados, su vecino en la exposición. Mientras que en este los rasgos patéticos están muy acentuados, como el tórax abombado, el vientre hundido o los hematomas, en el de la Clemencia son suaves, como suave es la musculatura, en tensión desde luego, pero atenuada, casi adivinada debajo de la piel. La ausencia de dramatismo lo diviniza, pero su naturalismo lo hace tremendamente humano. Un naturalismo que no impide su intensa estilización, originada en la utilización del esbelto canon de Lisipo y que está acentuada por la impresión de alargamiento que produce la abertura del sudario mostrando la continuidad de la pierna y el torso.

De todo ello resulta, al primer golpe de vista, una idealización y una espiritualidad abrumadoras, mucho más acentuadas, por seguir con la comparación, de las que hallamos en el Cristo de los Desamparados, también de una delgadez y una estilización notables, y que sin embargo, a pesar de su mayor presencia anatómica, no goza de la majestad ni de la unción sagrada (aun gozando de mucha) que irradia el de la Clemencia.

Pero, a medida que nos acercamos a él, el carácter dialogante va adquiriendo protagonismo. En esa tarea no hay, en principio, pena, dolor o reproche. Simplemente hay espera y aceptación. Y la majestad va disminuyendo en favor de una mirada más comprensiva.

Alguna vez se ha dicho que mientras Zurbarán nos lleva al cielo con los santos, Murillo trae los santos a la tierra. Aquí nada se ha traído o se ha llevado: el Cristo de la Clemencia está en el cielo y nosotros en la tierra. Pero la relación se ha establecido con rigurosa intensidad. Parece que vamos a hablar con Dios.

De esa manera, con esa doble vertiente, lo vio el último crítico al que vamos a acudir en este asunto:


Montañés, en su Cristo de la Clemencia, si bien extrema en el rostro ese sentido desbordante, comunicativo, hasta lograr la expresión de que está hablando con el fiel, mantiene, por otra, en la concepción plástica de la figura, una emoción de estático equilibrio, de sentido dogmático que marca, no distancia, pero sí diferencia con el espectador que lo contempla.

Emilio Orozco Díaz descubrió antes que nosotros esos dos planos, esas dos direcciones de las que hablábamos. ¿Pero es exactamente esa la discrepancia que encontraban Camón Aznar y los otros entre el papel y la madera, entre propósito y ejecución? No. Porque según ellos, lo que nos falta del contrato no es el diálogo, sino la historia cruenta, el ignorar el «quejándose». Es decir, aquello que más distingue a Martínez Montañés y con él, a las escuelas andaluzas, en idealizar, en la moderación del patetismo.

Pero acerquémonos más a la imagen y coloquémonos exactamente debajo de ella, donde quería situarse el comitente, Mateo Vázquez de Leca. Y por si este situarnos no basta, llamemos en nuestra ayuda el artículo de Roldán y las extraordinarias fotografías que contiene. A medida que nos acercamos, van acentuándose los rasgos patéticos: un chorro de sangre resbala por la barba, dos espinas hieren la frente con una crudeza inesperada, y el Cristo tiene, inesperadamente también, lágrimas. Pero sobre todo la mirada se va volviendo más compasiva –la Clemencia- y menos expectante.

Montañés, ahora lo sabemos, cumplió (y de qué manera) el contrato. La actitud dialogante del Cristo es manifiesta desde que se le divisa a lo lejos. Los rasgos que deben llevar al arrepentimiento, los más dramáticos, están dispuestos para que no disientan del carácter general de la obra, pero sí cumplan su función originaria. Montañés quería conciliar en su obra varios de los aspectos de la divinidad: misericordia, omnipotencia, sabiduría, verdad, bien, justicia… Acostumbrados a contemplar a Jesús en su suplicio, no nos damos cuenta de lo difícil, lo contradictorio y lo paradójico (y lo maravilloso) que es mostrar todos esos atributos en un hombre crucificado y vencido. El imaginero logra aquí casi un milagro conceptual: representar el misterio de la Encarnación y, simultáneamente, el de la Redención. Si esto es verdad, en vez de seguir las instrucciones del Concilio de Trento, tendríamos que decir que el escultor se habría atrevido a desobedecerlas, puesto que lo que proclaman es: «enséñese al pueblo que esto no es copiar la divinidad, como si fuera posible que se viese esta con ojos corporales, o pudiese expresarse con colores o figuras.»

Dinamismo. En el trayecto que va desde el Manierismo al Barroco, en la escultura se va a transitar desde el movimiento contenido, desde la ruptura del reposo, del equilibrio, al movimiento efectivo, al Barroco dinámico. Pero, al menos en las dos escuelas andaluzas, en medio va a haber un receso, un remanso en el que se retorna al equilibrio entre fondo y forma de raíz clásica. Pero hay otro tipo de dinamismo. Desde el siglo XVI, Benvenutto Cellini había venido postulando la necesidad de que la escultura tuviese varios puntos de vista. Este proceso tiene su culminación en Giambologna, para cuyas obras hace falta un espectador dinámico, (casi cinético, diría Wittkower) que dé vueltas alrededor de la escultura. Esto, lógicamente, carece de sentido en un crucificado destinado a un altar de oratorio. Pero Montañés, en el cristo de la Clemencia habría multiplicado los puntos de vista de otra manera mucho menos gráfica, mucho más conceptual. Habría creado diferentes planos de significación.

En el interesante artículo «La importancia (creativa) de Juan Martínez Montañés», Andrés Luque Teruel afirma que «La escultura sevillana previa no muestra nada parecido ni que pudiese considerarse como antecedente para una evolución estilística lógica; y la de Granada tampoco.» Lo dice a propósito del crucificado del Auxilio de Lima, ligerísimamente anterior al de la Clemencia. Pero teniendo en cuenta que él sitúa a los dos en el mismo momento creativo y halla intensificados en el de la Clemencia las características que definen ese momento, a saber, las referencias a la escultura griega clásica y el esencialismo neoplatónico, yo me atrevería a decir, modestamente, que tampoco encuentra descendencia directa en la imaginería posterior. Todos los crucificados sucesivos que mantienen las constantes de naturalismo, equilibrio y serenidad descienden del Crucificado de Montañés de la Catedral de Lima. Así, el de los Desamparados o algunos tan dispares de su discípulo Juan de Mesa, como el del Amor o el de la Buena Muerte. Si recurrimos a lo pictórico, tampoco el de Velázquez, aunque de estirpe clásica, tiene la complejidad conceptual de nuestro protagonista. Podríamos afirmar, entonces, tomando prestadas las palabras de Camón Aznar, que el Cristo de la Clemencia «se yergue —porque erguido está, aunque enclavado—solitario» en la Historia del Arte. Y añade Camón Aznar, y yo con él: «En una augusta soledad impuesta por la divinidad de su hermosura.»

                                                José Manuel Benot Ortiz

 
                                 Sevilla, 7 de abril, desdichado Martes Santo de 2020.

Nota bibliográfica:

CAMÓN AZNAR, José [et al.] Martínez Montañés: (1568-1649) y la escultura andaluza de su tiempo. Madrid: Dirección General de Bellas Artes, Comisaría de Exposiciones, cop. 1972.

HERNÁNDEZ DÍAZ, José. Juan Martínez Montañés: el Lisipo andaluz (1568-1649) Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 1976.
 
HERNÁNDEZ DÍAZ, José. Juan Martínez Montañés (1568-164) Sevilla: Guadalquivir, 1987.

LUQUE TERUEL, Andrés. La importancia (creativa) de Juan Martínez Montañés. En CAÑESTRO DONOSO. Alejandro (coord.) Estudios de escultura en Europa. Alicante. Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2017

SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo. El arte del Barroco: escultura, pintura y artes decorativas. Vol. 7 de PAREJA LÓPEZ, E. (Ed.) Historia del Arte en Andalucía. Sevilla: Gever, D.L. 1988-1994

WITTKOWER, Rudolf. La escultura: procesos y principios. Madrid. Alianza Editorial, 1980. 

Artículo de Manuel Jesús Roldán en ABC: