viernes, 30 de enero de 2015

La gloria del poeta

HACE un año se fue, por la esquina del tiempo, Fernando Ortiz. En la memoria sentimental parece que fue ayer y que está como presente todavía, como diría Panero, y que aún espero encontrármelo -yo, que nunca me lo encontré por allí- cuando paseo por la antigua judería, cerca de donde vivió. Y parece que hace un siglo, también, en otros ámbitos, en los de la vida de todos, en este mundo que vive deprisa, de crisis en crisis y en el que las sucesivas pérdidas se convierten en fulgurantes noticias y se desvanecen con la noticia siguiente.

Algo así ocurrió con Fernando, pero no del todo. Se le ha recordado donde había que recordarlo, en la Feria del Libro Antiguo o en el homenaje de la Real Academia de Buenas Letras, de manera que su memoria sigue viva en el ámbito poético de la ciudad. Marina Bianchi ha publicado una antología suya y la correspondencia en verso con José Manuel Velázquez; en Buenos Aires y Roma, respectivamente. Pero la impresión es que todavía no ha trascendido la importancia de su pérdida para la poesía española y su muerte no ha tenido la repercusión que debiera.

Que ocupa un lugar privilegiado en la lírica de nuestra época no ofrece dudas para muchos poetas y críticos. Se ha venido insistiendo en su respeto a la tradición y en su condición de artesano. Nada que objetar si no fuese porque en este tiempo a los artesanos se les suele negar la condición de artista. Tradición y artesanía, sin duda, pero sus versos estaban cada vez más cortados a cuchillo y se fueron convirtiendo en un crudo testimonio vital -la expresión no le habría gustado-, un proceso al que quizá ayudó la lectura del último Blas de Otero, el de Hojas de Madrid con La galerna. Como contrapartida, su poesía se volvió un poco menos amarga y más punzante. También transitó más temas y en ellos no tuvo problemas en decir lo que le daba la gana, con la frescura de quien lo ha vivido y lo ha dicho todo. Eso lo hace también más moderno y más clásico. Su proximidad al epigrama lo haría un "poeta romano" si no fuese porque los clásicos grecolatinos nunca hablaron de su infancia y porque Fernando Ortiz rehuyó las obscenidades al estilo de, por ejemplo, el sufrido Catulo.

Fernando canta al tiempo como el lugar donde transcurre la vida, pero sobre todo habla de cómo se desangra el hombre en él, de su angustia trascendental, que transforma su obra en un poema épico fragmentario en donde él atraviesa sus miedos, sus infiernos particulares. También le interesaron otros temas. Como poeta, la Poesía y los otros poetas, sobre todo, pero también su ciudad y los lugares de su niñez: cuando los canta directamente todo se vuelve más luminoso. Como hombre, sus seres queridos, que también llevó a su obra. En los últimos años, en los que se hacía pocas ilusiones sobre su salud, estuvo orgulloso de tener al lado a Lola, su mujer, y a sus hijas y tuvo la ilusión de sus nietos.

No sé si el tiempo, del que tanto habló, lo pondrá en su lugar, porque el tiempo anda siempre cambiando las cosas de sitio caprichosamente, pero sí sé que está para siempre en la corriente profunda de la poesía sevillana clásica, junto a aquellos poetas más íntimos que tanto admiró, como Medrano y Arguijo, cumpliendo así su destino más secreto y más libre

                                                                            José Manuel Benot