Solo después de haber manoseado, subrayado, exprimido y descuajaringado
la antología de Alianza Editorial, pude reunir 1.300 pesetas y dirigirme a la pequeña
librería El Toro Suelto, que estaba en el Pasaje de los Azahares, y adquirir la
edición del Fondo de Cultura Económica. Mi primer libro de lector serio. Si iba
a ser poeta, no bastaba con aprenderse el poema Lázaro de memoria y recitárselo
al primero que pillase desprevenido o en la clase de Literatura del instituto. Tenía
que tener esa edición. Había, desde luego, otros poetas, pero ninguno manejaba
el verso libre con ese sentido del ritmo, ni te hablaba al oído de lo que tú
querías que te hablaran, ni reflexionaba en voz queda de cosas esenciales,
íntimas, pero con una sucesión de palabras definitiva y exacta «mientras
la golondrina con grito enajenado va por el aire vasto». No, no donde habite el
olvido, sino el recuerdo de algún día de aquella adolescencia. Un recuerdo
más cierto, más palpable, dónde quiera que estén esos días; «Oír de nuevo en el silencio, vivo de trinos y de hojas, el susurro tibio del aire donde las almas viejas flotan.».