Me había
resistido a leerlo. Quizá porque me esperaba una especie de Muñoz Seca o Jardiel Poncela (que me encantan)
a lo serio o no sé qué exacta parentela con el teatro absurdo europeo. Un drama,
nunca mejor dicho. Y un día que no tenía nada que echarme a la boca, lo bajé de
una estantería y lo leí. Sin pausa, porque no se puede leer de otra manera.
Despacio, porque no se puede leer como una novela policíaca. Y su lectura solo
puede ser maravillada, como maravillado es el diálogo de los protagonistas.
«El
poema debe ser como la estrella, que es un mundo y parece un diamante»,
decía Juan Ramón Jiménez. Ignoro si en el pensamiento va implícita la brevedad.
Yo así lo entiendo. Y lo comparto. Pero hay obras cuya altura poética, cuya
unidad, las convierten en un poema, y un poema ingrávido, a pesar de su extensión. Como
el canto 22 de la Ilíada o Bodas de sangre o El siglo de las luces, Tres
Sombreros de copa es un poema, o mejor dicho, una poesía, entera, sin fisuras,
de cabo a fin. Y, por supuesto, una estrella, un mundo y un diamante.