martes, 2 de junio de 2020

TRES SOMBREROS DE COPA





Me había resistido a leerlo. Quizá porque me esperaba una especie de  Muñoz Seca o Jardiel Poncela (que me encantan) a lo serio o no sé qué exacta parentela con el teatro absurdo europeo. Un drama, nunca mejor dicho. Y un día que no tenía nada que echarme a la boca, lo bajé de una estantería y lo leí. Sin pausa, porque no se puede leer de otra manera. Despacio, porque no se puede leer como una novela policíaca. Y su lectura solo puede ser maravillada, como maravillado es el diálogo de los protagonistas.
«El poema debe ser como la estrella, que es un mundo y parece un diamante», decía Juan Ramón Jiménez. Ignoro si en el pensamiento va implícita la brevedad. Yo así lo entiendo. Y lo comparto. Pero hay obras cuya altura poética, cuya unidad, las convierten en un poema, y un poema ingrávido, a pesar de su extensión. Como el canto 22 de la Ilíada o Bodas de sangre o El siglo de las luces, Tres Sombreros de copa es un poema, o mejor dicho, una poesía, entera, sin fisuras, de cabo a fin. Y, por supuesto, una estrella, un mundo y un diamante.